El sol se levanta
sobre el vasto paisaje urbano de Jerusalén, e ilumina los blancos muros de la
antigua ciudad y se levanta sobre los edificios. Al norte de los muros, se
halla un apacible jardín.
Poco después, llegará
una multitud de turistas y se sentarán en los bancos que dan al jardín. Algunos
bajarán por las escaleras hasta el punto más bajo del jardín, escondido
discretamente tras una puerta de piedra, y observarán con reverencia en la
oquedad de la roca donde se colocó un cuerpo hace más de dos mil años. Al
salir, notarán un cartel en la puerta que dice: “No está aquí, porque ha
resucitado”.
Los turistas no vienen
al Jardín del sepulcro porque crean que allí fue donde Jesús fue enterrado,
sino que vienen porque tienen la esperanza de que aquí es dónde Jesús hizo lo
que nunca se había hecho antes: Él volvió a vivir.
Dios envió a Jesús a
la tierra a enseñarnos una mejor manera de vivir. Aunque Su ministerio duró
sólo tres años, Sus enseñanzas han influido en millones de personas durante
casi dos milenios. Pero el regalo más grande que Jesús nos dio fue Su vida. Él
pagó el precio de nuestros pecados, murió en la cruz y resucitó de entre los
muertos, abriendo así el camino para que volvamos a vivir con Dios algún día.
Lucas 22:44
Y ESTANDO EN AGONÍA,
ORABA MÁS INTENSAMENTE; Y ERA SU SUDOR COMO GRANDES GOTAS DE SANGRE QUE CAÍAN A
TIERRA.
La noche anterior a Su
muerte, Jesús visitó un huerto en la parte oriental fuera de los muros de
Jerusalén, llamado Getsemaní. Dejó a Sus apóstoles en las afueras del jardín;
caminó sobre la hierba cubierta de rocío, pasó por los retorcidos olivos y se dirigió
un poco más hacia el interior.
Él se había preparado
toda la vida para este momento, siguiendo con esmero los mandamientos de Su
Padre en cada paso, en cada aliento que tomaba. Ahora había llegado el momento.
Aunque oró: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa”, Él aceptó que esa era Su
carga, una carga que debía soportar Él solo. Él era el único que podía
liberarnos de las terribles consecuencias de nuestros pecados.
En la frescura de la
noche, se arrodilló y empezó a orar. Aunque no entendamos plenamente cómo, Él
tomó voluntariamente sobre Sí nuestros pecados y pesares, y sufrió en cuerpo y
espíritu todo pecado, tristeza, error e imperfección de cada uno de nosotros.
El dolor que lo azotó era abrumador, intenso e infinito. La sangre brotó de Sus
poros a medida que esta carga extremadamente pesada lo hizo temblar de dolor.
Lucas 22:48
PERO JESÚS LE DIJO:
“JUDAS, ¿CON UN BESO ENTREGAS AL HIJO DEL HOMBRE?”
En algún momento de
esas horas que parecían interminables, el dolor cesó. ¡Si tan solo esa hubiera
sido la única carga que tuvo que soportar! Al reunirse con Sus discípulos a las
afueras del jardín, vieron las antorchas a la distancia que se acercaban con
paso seguro.
Los rostros
amenazantes de hombres armados con espadas y palos destellaban a la luz de las
antorchas. En medio de la multitud salió Judas, el apóstol de Jesús.
“Maestro”, dijo Judas,
y besó a Jesús en la mejilla.
“¿Con un beso entregas
al Hijo del Hombre?”
Marcos 15:17–18
Y LE VISTIERON DE PÚRPURA Y, PONIÉNDOLE UNA CORONA TEJIDA DE
ESPINAS, COMENZARON A SALUDARLE: ¡SALVE, REY DE LOS JUDÍOS!
Las crueldades del día siguiente han resonado por siglos:
los gritos de “¡Crucifícale!” mientras estaba frente a Pilato con las muñecas
atadas como un criminal; el látigo de hueso y metal le laceró la espalda una,
dos, treinta y nueve veces; el manto púrpura se empapó de Su sangre mientras
los soldados le clavaban una corona de espinas en el cuero cabelludo; le
escupieron, los gritos de angustia, los puñetazos, los insultos, las burlas.
En lo alto del Gólgota, los soldados le extendieron los
brazos en una cruz de madera. Con sus martillos le clavaron las palmas de las
manos y las muñecas con enormes clavos; un dolor agudo e intenso le atravesó el
cuerpo. La madera le raspaba los surcos ensangrentados de la espalda. Al
levantar Su cuerpo, los espectadores vieron la verdad de la que los judíos se
burlaban escrita en una placa sobre Su cabeza que decía: Jesús de Nazaret, rey
de los judíos.
Cansado, sudoroso y ensangrentado, Jesús hizo lo que sólo
podía hacer un Redentor: perdonó a sus asesinos, consoló al delincuente que
sufría junto a Él y confió en Su Padre. Cuando Su sacrificio fue consumado,
Jesús se entregó a la muerte como sólo el Hijo de Dios podía hacerlo, y entregó
el espíritu. Pero Su muerte no era el fin, sino el comienzo para todos
nosotros.
Mateo 28:6
“NO ESTÁ AQUÍ, PORQUE HA RESUCITADO, ASÍ COMO DIJO. VENID,
VED EL LUGAR DONDE FUE PUESTO EL SEÑOR”.
La tumba vacía en ese jardín de Jerusalén es un recordatorio
de que cuando vinieron a observar la tumba; las mujeres que con tanto cariño
limpiaron, ungieron y envolvieron Su cuerpo , Su cuerpo había desaparecido, y
en su lugar había dos ángeles.
En la puerta de la tumba se repite esa frase: “No está aquí,
porque ha resucitado”. Eso recuerda a los visitantes que Jesús no sólo vivió y
murió por nosotros, sino que también se levantó de la muerte.
Por causa de que Jesús es el Salvador de la humanidad, cada
uno de nosotros puede vivir con Dios de nuevo.
Por causa de que Jesús es el Salvador de la humanidad,
cada uno de nosotros puede vivir con Dios de nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario