Cualquiera que pretenda construir una casa debe comenzar por sus cimientos; es
decir, por aquella parte de la edificación que quedará bajo tierra y sostendrá
toda la estructura.
La palabra cimiento proviene
del latín “cæmentum” que
refería a la piedra de construcción o los pedazos de mármol cortado empleados
por los albañiles con el fin de proveer la base sobre la que se asentaba su
obra. Al momento de proyectar, los constructores deben tener muy en cuenta las
condiciones del terreno, tomando las precauciones necesarias para que los
cimientos de su obra sean capaces de soportar el peso de ella y los embates a
los que la naturaleza u otros agentes la sometan.
Jesucristo tuvo todo esto en mente cuando, a través de Sus enseñanzas, mostró a
Sus discípulos la manera sensata de edificar una vida. A quienes le seguían
dijo:
“Todo aquel que viene
a mí y oye mis palabras y las hace, os enseñaré a quién es semejante:
“Semejante es al
hombre que, al edificar una casa, cavó y ahondó y puso el fundamento sobre la
roca; y cuando vino una inundación, el río dio con ímpetu contra aquella casa,
pero no la pudo mover, porque estaba fundada sobre la roca.
“Pero el que las oyó y
no las obedeció es semejante al hombre que edificó su casa sobre tierra, sin
fundamento; contra ella el río dio con ímpetu, y luego cayó, y fue grande la
ruina de aquella casa.”
Es interesante notar
que al referirse al hombre que fundó apropiadamente su casa, Jesús resaltó que
aquél tuviera que cavar hasta encontrar la roca sobre la cual fundarla. Colocar
los cimientos en la arena no garantiza la seguridad de la vivienda frente a las
inclemencias naturales.
Las implicancias de las palabras de Jesús resultan evidentes. El Evangelio es
la roca sobre la cual se cimienta una vida segura. Las palabras de la fuente de
aguas vivas2 proveen de la sabiduría, el consejo y la seguridad
necesarias para enfrentar las pruebas y desafíos que todo discípulo de Cristo
debe afrontar si anhela verdaderamente alcanzar la comunión con Dios y la vida
eterna en el mundo venidero.
Indudablemente que quien haya abrazado el Evangelio y esté esforzándose por vivir lo querrá “hacer” las palabras de Jesús y, sabiendo de la infinita
recompensa de su cumplimiento, pondrá empeño en obedecer Sus mandatos. El
apóstol Santiago nos previno de la necesidad de ser “hacedores de la palabra, y
no tan solamente oidores, engañándonos a nosotros mismos”
Cuando Jesús solicitó a Sus discípulos que velaran con Él en tanto oraba al
Padre en el Jardín de Getsemaní, el sueño terminó por vencer a los Apóstoles.
Cuando Jesús volvió a ellos, les preguntó: "¿Así que no habéis podido
velar conmigo una hora? Velad y orad, para que no entréis en tentación”.
Los apóstoles le contestaron y dijeron: "El espíritu a la verdad está
dispuesto, pero la carne es débil". En ocasiones suele acontecer que
nuestra frágil naturaleza humana nos impide alcanzar nuestra meta de “hacer la
palabra” en toda su extensión, así como aconteció con Pedro y sus compañeros, de
quienes no podemos dudar en cuanto a su amor y devoción hacia el Maestro.
Si hemos de seguir la ad-monición del Salvador, que en su Sermón del Monte nos
instó a “ser perfectos”, la perspectiva de tener que lidiar con nuestras
debilidades sin duda ha de anteponernos ante un gran desafío: cómo cimentar nuestra vida plenamente en las
enseñanzas de Jesucristo a pesar de nuestra condición humana.
Una vez más el magistral Sermón del Monte viene en nuestro auxilio y nos
permite vislumbrar una respuesta a esta interrogante.
“No os hagáis tesoros
en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y
hurtan;
“sino haceos tesoros
en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no
minan ni hurtan.
“Porque donde esté
vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.”
Se ha dicho que así como la mente es capaz de dirigir nuestros actos, nuestro
corazón tiene la habilidad de dirigir nuestra voluntad. Nuestros afectos, sean
puros y nobles o todo lo contrario impulsan nuestra voluntad hacia el objeto de
nuestros anhelos, aun cuando en algunos casos, la fría realidad nos imponga la
imposibilidad de concretar los.
Es así que “de la abundancia del corazón habla la boca (del hombre)”, puesto
que “cuál es su pensamiento en su corazón, tal es él”. Por esta razón el Señor
nos ha amonestado:
“Escuchad estas
palabras. He aquí, soy Jesucristo, el Salvador del mundo. Atesorad estas cosas en vuestro corazón,
y reposen en vuestra mente las solemnidades de la eternidad.”
¿Cuáles son nuestros tesoros? ¿Dónde están? ¿Qué cosas apreciamos más en la
vida? ¿Qué cosas nos mueven a actuar? ¿En qué invertimos nuestras energías y
tiempo? Seguramente nos sentiremos inclinados a responder de acuerdo al grado
de nuestra conversión. Nuestras respuestas apuntarán a enaltecer la voluntad
del Señor priorizando “buscar primeramente el reino de Dios y su justicia”.
¡Eso es excelente!
Sin embargo, en el día a día, en las pequeñas cosas de la cotidianidad:
¿condicen nuestros actos con la voluntad del Maestro? ¿“Hacemos” todo lo
posible de acuerdo a nuestro potencial? Al final de cuentas debemos ser
detallistas en la obediencia a los mandamientos. Debemos escapar de todo atisbo de tibieza. Una de las
amonestaciones más severas del Señor le fue dada en la antigüedad a la iglesia
de La odisea, precisamente por su tibieza:
“Yo conozco tus obras,
que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente!
“Pero porque eres
tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.”
A juzgar por las
enseñanzas de las Escrituras, lo que volquemos en el tesoro de nuestro corazón
determinará en gran medida nuestro éxito y nuestra felicidad.
Existe otra poderosa razón para atesorar las palabras de vida en nuestro
corazón. El tesoro de nuestro corazón es como la bóveda de un banco, donde a
medida que crecen los depósitos se fortalece la institución y se vuelve más
segura frente a las crisis financieras. Cuando acumulamos espiritualidad en
nuestro corazón podemos disponer de un saldo generoso para enfrentar las
pruebas y tentaciones que se nos presentan. Al leer diariamente las Escrituras,
al establecer una sólida comunicación con nuestro Padre Celestial mediante la
oración, al servir al necesitado y testificar del Evangelio Restaurado, al
preocuparnos por aplicar los principios y ordenanzas al más mínimo detalle, nos
acercamos más a la fuente de poder divino, aumentando nuestra inmunidad
espiritual y convirtiéndonos en mejores hacedores de la palabra más bien que
tan sólo tibios hacedores
Atesoremos Sus palabras. Atesoremos el ejemplo de Sus siervos escogidos.
Atesoremos la porción de Su Espíritu que ha convenido en otorgarnos si
cumplimos nuestra parte. El convertir Sus palabras en nuestro tesoro nos traerá
la paz y estaremos bajo Su protección.
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